Escuela de pueblo
En el apartado de "Visita obligada" dedicado a la plaza se dan datos históricos sobre las escuelas de Soto y sobre
su fundador, D. Juan Esteban de Elías.
“Amanece. Sale el gallo del gallinero y lanza un sonoro kikiriki.
Lo que sigue es un artículo que apareció en el número 5 de la revista ARCES en diciembre del 2010
bajo el título de "¿Te acuerdas?" y que quería reavivar recuerdos de las personas que pasaron por ellas, en concreto por
la escuela de niños, y dar a conocer a la gente más joven una institución que fue fundamental en el pueblo hasta su cierre
en 1979.
Allí estaban, totalmente concentrados en el examen. Los cuadernillos habían llegado desde la
capital, impresos, y con toda solemnidad. No en vano era el momento más importante de toda la etapa escolar.
Aquellos chavales iban a demostrar "su suficiencia" ante la Junta Municipal de Primera Enseñanza,
tal como luego figuraría en el flamante Certificado de Estudios Primarios que les sería entregado
previo pago de la póliza y del sello de la Mutualidad.
Había visto pasar a don Eliseo, y a don Benito, a don Teodoro... Habían pasado muchos otros antes, desde que
el 1 de marzo de 1824 fue el primer día "de escuela"; y seguiría aún viendo a más maestros y maestras hasta
que la “señorita” Elvira cerró la puerta un día cualquiera de finales del mes de junio de 1979.
Mucho había visto desde su situación privilegiada junto al primer balcón de la plaza. Por ejemplo, vio, allá por 1933,
al fotógrafo que colocó en la estatua al grupo de niños y niñas acompañados por don Eliseo y doña Constan.
No se fotografiaron todos, pero eran una buena representación: de izquierda a derecha y de arriba abajo
allí estaban Alberto O., Juan Manuel G., Santiago G.... Recuerda aún los nombres y apellidos de casi todos, que
ya es buena memoria. Lo que pasa es que únicamente nos dice la inicial del apellido por aquello de la protección
de datos. Nos asegura que con eso y preguntando a los que estaban allí que aún siguen en Soto puedes saber
cuál era tu padre, tu abuelo, tu tía, tu hermana...
Nuestra amiga estaba orgullosa del camino que habían hecho aquellos mocetes desde que llegaron allí. Antes habían pasado -chiquitines- por la escuela de la tía Manuela y luego por la de párvulos con doña Constan.
De la primera poco podía decir porque le pillaba un poco lejos, allá junto a la actual panadería, pero -de vez en cuando, si alguno de los maestros no podía estar en la escuela- sí que los había visto crecer y aprender desde los cuatro a los seis años a través de la pequeña puerta que comunicaba la escuela de párvulos (hoy ciberteca y sala
de reuniones) con la escuela de chicos (Ayuntamiento ahora): los había oído llorar cuando el practicante, don
Ángel, venía a vacunarlos, los había visto pintar, y cantar... Pero desde que cumplieron los seis y pasaron a la
"escuela de los mayores" ya no les había perdido ojo.
Ni ojo ni oído: "Cinco por una es cinco, cinco por dos son diez..." o "Andalucía ocho: Jaén, Córdoba, Sevilla,
Huelva, Cádiz, Málaga, Granada y Almería". Se "cantaba" mucho en grupo; y es que tenía que ser complicado
para don Benito organizar las tareas en aquella unitaria con cerca de 30 chavales de 6 a 14 años.
Así que ahí estaban las tres secciones. Cuando pasaban de la escuela de doña Constan no se encuadraban
en ninguna sección el primer año; luego estaban dos cursos en la primera sección, otros dos en la segunda
y tres en la tercera y última. Así que era necesaria una organización a prueba de secciones.
Por eso,
mientras una de ellas cantaba la tabla del cinco, otra hacía caligrafía y la tercera escuchaba las explicaciones
del maestro en la pizarra de la izquierda, entre el balcón primero y el segundo. Bueno, pizarras se
llamarían después; entonces eran “tableros”, eran negros y se escribía con “clariones”. Había cuatro tableros:
dos en la pared que da a la plaza y dos en la de la puerta. Cada uno tenía su misión; y también servían
para colgar los mapas. Dentro de esa organización, ella veía cómo los mayores controlaban a veces a los pequeños:
preguntar el mapa de España en el tablero que estaba a su lado, repasarles las tablas, ayudar en las cuentas
que el maestro ponía en otro tablero eran tareas que a veces realizaban los mayores cuando habían acabado
su trabajo.
Hasta aquel día de los cincuenta la labor de nuestra amiga había sido siempre la misma: calentar la escuela desde
que comenzaban los primeros fríos del invierno hasta bien entrada la primavera. Muchas tardes buscaba un lugar de
privilegio a su lado la Cuqui, la perra de don Benito: no es de extrañar que también ella se supiera de sobra la
tabla del cinco; lo que pasa es que no quería darse importancia y hacía como que no.
Su labor no había pasado de eso: calentar el ambiente. Como mucho, en alguna ocasión, asaba a escondidas maíces,
o alguna castaña, pero de ahí no había pasado. Así que cuando, a partir de aquella mañana del 54,
tuvo que calentar diariamente el agua para hacer la leche en polvo, se quedó un poco extrañada. Luego oyó algo
de los americanos y vio que el maestro cortaba con un alambre rodajas de un queso amarillo que sacaba de una lata
cilíndrica con inscripciones en inglés y que los chavales tenían cada uno su jarrita en el armario del fondo
a la izquierda y que le hacían menos ascos a la leche que al queso y no preguntó. Siguió calentando el agua
subida desde la fuente siempre que hizo falta. Y es que la fuente
de la plaza era, como la estufa, inseparable de la escuela. “Y ahora a la fuente, a lavarte”, era la frase
que le oía a D. Benito cuando alguno le había dicho que se le movía mucho un diente. La fuente era el final
del recreo y también era la fuente el objetivo de alguna escapada bajo la excusa de “hacer una necesidad”.
No solía el maestro dejarles fácilmente salir a “hacer una necesidad”, así que nuestra amiga los veía poner
cara compungida, cruzar las piernas y echarse la mano a la tripa a ver si lo lograban. Los lugares para
las necesidades menores podían ser varias, pero para las mayores había que ir al Toril. Nunca supo ella
para qué servían los dos servicios que había abajo, junto a la “cárcel”. Pero tampoco preguntó: tal vez,
sin agua corriente aún, el remedio hubiese sido peor que la enfermedad.
Las Escuelas de Soto abrieron sus puertas el día 1 de marzo de 1824 y en 1825 atendían a 210 niños y 100 niñas.
Hacía entonces ya 14 años que, en sus últimas disposiciones, D. Juan Esteban de Elías decía a sus albaceas
"que los billetes reales que tengo en Cádiz en poder de D. Simón de Agreda y D. Diego Cancelada y Saavedra los destino
todos para que cuando Dios quiera que la nación española resuelle y pueda pagar los premios dellos, se establezca
en la villa de Soto una buena escuela, en la que no tendrán que pagar ninguno nada por la enseñanza..."
En 1885, una Comisión externa que permaneció en la localidad un tiempo afirmaba en sus conclusiones que
"Hay también otra fundación particular para escuelas de niños de ambos sexos donde reciben una educación
é instrucción como en la mejor capital de provincia sin costar á los padres absolutamente nada.”
Lo de la “educación é instrucción como en la mejor capital de provincia” se traducía en las dieciséis partes
que nuestra amiga había visto en la enciclopedia de grado medio de Dalmau Carles que estudiaron los de la fotografía:
Lengua Castellana, Aritmética, Geometría, Geografía, Historia de España, Física, Química, Historia Natural, Fisiología,
Higiene, Agricultura, Industria, Comercio, Derecho, Educación Social y Moral Cívica. ¡Ahí es nada!
Y lo de no pagar absolutamente nada, también era verdad; como las generaciones anteriores, los chavales a los que
esta mañana de mediados del siglo XX veía concentrados en sus cuadernillos de examen tampoco habían pagado nada:
ni libros, ni cuadernos, ni las gomas “Milán”, ni tinta, ni plumas ni tajos. Que nuestra amiga recuerde, sólo
la cartera y el estuche (”plumier”, lo llamaban algunos) eran propios.
Bueno, que a ella tampoco le cobraban nada por lo que consumía. La leña la traía el Ayuntamiento cuando daba “corta”.
La hacían rajas en la cuadra y, para que no ocupase mucho sitio en la escuela, se subía solo cuando hacía falta.
Como no todos los años había corta, a veces los chavales iban a buscar leña al río, de la que dejaban las riadas.
Hoy los veía a uno por mesa: el certificado de estudios primarios era algo serio y así había que mostrarlo.
Por eso sólo habían venido a escuela los que se presentaban al examen. Pero lo habitual era que en cada mesa
se sentasen dos chavales. Las mesas tenían todo lo necesario: dos asientos abatibles, rejilla de madera para apoyar
los pies (y limpiar el barro de los zapatos cuando se subía del recreo en los días húmedos), un estante para guardar
libros y cuadernos, y el tablero inclinado con dos orificios para los tinteros y huecos para la pluma y lápiz
de cada uno en la parte superior. El tintero era un peligro; por eso muchas mesas tenían manchas azuladas con
años de historia. Unas veces, porque se caía la tinta sin querer; otras, queriendo. Ella los había visto
varias veces: cazaban unas moscas, las echaban al tintero, las sacaban con la pluma y las colocaban sobre
el cuaderno de otro; era de ver el reguero que preparaban. Al final, “iban al maestro”, claro.
Y también -a veces- cuando sacaban con disimulo la pierna y hacían tambalearse al que pasaba por el pasillo.
Otras ocasiones en que les veía sacar las piernas no del tiesto sino del pupitre era cuando,
en tardes de mucho calor, se regaba la escuela con el barril que vivía junto a la pata de la mesa del maestro;
refrescarse era gratuito.
Pero lo del riego era cuando ella estaba de descanso, con los calores. En invierno, a mediodía la dejaban cargada
de leña para que aguantase hasta la sesión de tarde. Un poco rápido lo hacían porque, a la mañana, la salida era rápida.
Y es que el toque "de ángelus" había perdido su nombre oficial por el de "¡A comer!" El repique alternativo y rápido,
en la torre, de la campana "grande" y de la "del reloj" al mediodía (nada que ver que el toque que suena ahora)
provocaba una alegría que abría el apetito; así que se tocaba "a comer"; bueno, nuestra amiga no sabe si se tocaba
a eso, pero es lo que ella oía a los chavales cada final de la mañana; e incluso al maestro. Y allá se iban todos,
con prisa, quedando la escuela a su cuidado.
Sin embargo, la salida de la tarde era más tranquila. Muchas veces, con música. La canción que más veces sonaba era
la de "Eres alta y delgada, como tu madre, morena salada, como tu madre": se comenzaba dando vueltas alrededor de la
sala; en un momento dado, cuando el maestro hacía una señal al que abría la fila, éste, con todo el grupo siguiéndole,
enfilaba escaleras abajo continuando con la canción y a paso lento hasta que calculaban que el maestro no podía
controlar: se rompía la fila, se dejaba la canción y echaban a correr. Lo de empezar ordenados la escalera y acabarla
corriendo también se repetía al salir al recreo. Si no era temporada de otro juego, de mitad de escalera abajo se oía
el grito de guerra: “ El último que llegue a los lobos se la queda”. Y a los lobos se jugaba (o a cualquiera
de los muchos juegos disponibles) hasta que llegaba a los oídos el tintineo de la llave de la escuela golpeando
en la barandilla de la escalera: era el maestro que llamaba de nuevo.
Cuando a las cuatro la escuela quedaba en silencio, aún seguía nuestra estufa calentando, sobre todo si luego iba
a haber "escuela de adultos", típica de los tiempos de invierno.
O simplemente seguía encendida porque el maestro tenía que corregir, preparar ejercicios, rellenar las cartillas de
notas que se impusieron a partir de 1955. Las cartillas de notas llegaban a casa por Navidad, como los mazapanes;
ésa era la primera vez. Luego llegarían de nuevo en Semana Santa y a final de curso con la media de las notas.
En esas épocas veía sobre la mesa las cartillas de portada azul (su compañera de la sala de al lado le había comentado
que las de las chicas eran rosas) y cómo el maestro iba poniendo dieces, y nueves, y cincos, y treses...
La parte inferior de la página era más fácil: B, M o R. : esas letras calificaban la conducta, la puntualidad
y el aseo.
Pero lo de la cartilla era sólo cada tres meses; habitualmente el trabajo del maestro al acabar la escuela era corregir,
preparar ejercicios... O inventarse problemas para el día siguiente. "Un revendedor de leche compró sesenta litros
a 2' 7 ptas. y le echó 9 litros de agua ¿A cómo sale el litro de mezcla? ¿A cómo debe venderlo para ganar en todo
50 pesetas?" Ése iba a ser uno de los problemas de aquella semana. Nuestra estufa se ponía un poco triste
cuando leía en la pizarra los problemas “de aligación”: le sonaba a final de trayecto. Con los años se había
dado cuenta de que los chavales que habían llegado hasta la “regla de aligación” era los que abandonarían pronto
la escuela. Así que prefería otros ejercicios, los de regla de tres, por ejemplo. Veía en sus pupitres a los
chicos de la segunda sección rascándose el cogote dándole vueltas al problema; a veces se les escapaba en alto
lo que estaban pensando en bajo: “De más a más o de menos a menos, directa; se subraya arriba.
Si va de más a menos o de menos a más, inversa y se subraya abajo”. Don Benito les había dado esa regla
y se la habían aprendido bien, a fe que sí.
Los chavales de aquella mañana continuaban pensando y escribiendo en el cuadernillo. De todos los presentes, era ella
la que más años llevaba en la escuela. Ya no se acordaba de cuándo había llegado desde el valle. Pero estaba segura
de que, si la dejaran presentarse al examen que estaban haciendo, lo aprobaría; y con nota. Porque en aquella aula
se aprendía mucho. Y ella no había faltado nunca a escuela. Por saber, podía contar fielmente “El indio goloso” y
“Las moscas y las arañas”, cuentos de "Para mi hijo"; y hasta sabía de memoria trozos enteros de "Corazón",
"El Libro de España", o “Estilo”.
En ese momento sale el sol.
Y el gallo se vuelve orgulloso al gallinero pensando que el sol ha salido porque él lo ha llamado.
"
Hace muchos años, un chico genovés de trece años, hijo de un obrero, marchó solo desde Génova a América en busca
de su madre, que dos años antes había ido a Buenos Aires, capital de la república Argentina, para ponerse a servir
en alguna casa de gente rica y ayudar, de este modo, a salir de apuros a su familia, que, por diversas causas,
había caído en la pobreza y contraído bastantes deudas." ¡Toma comas! ¡Como para no aprender a leer bien!
El cuento “De los Apeninos a los Andes”, cuento mensual (para el mes de mayo) de “Corazón”, ciertamente era el
que mejor se sabía. Los días de nevada fuerte, los pocos chavales que iban a la escuela se sentaban a su alrededor,
la ponían al rojo vivo a base de cargarla sin cesar y leían. Y una de las lecturas obligadas (en alto y por los
que mejor lo hacían) era ésa.
Los libros de lectura se guardaban cuidadosamente en los armarios del fondo. En el del medio, que no tenía cristales
sino un papel que unas veces estaba tirante y otras con arrugas (de los cambios de humedad, supuso ella después)
estaban los libros de lectura para leer en grupo: “El libro de España”, el “Quijote”, “Mi primer manuscrito”,
“Corazón”, “Lecciones de cosas”... ; eran los libros de los mayores. Para los pequeños estaban “Estilo”,
“Para mi hijo” y alguno más; éstos tenían en común que empezaban con letra grande y cuentos cortos y acababan
con letra normal.
En el armario del lado de la puerta, en la parte de arriba, que tenía cristales, había libros de lectura que eran
obras clásicas: Moratín, Zorrilla, obras de teatro del Siglo de oro. Muchos días, el que primero se sabía la lección
podía escribir en la máquina que había a la derecha de la tarima del maestro; para el segundo, el premio era leer
libros de este armario. En la parte de abajo, cerrada con llave, estaban los repuestos de cuadernos, lápices,
gomas, las cartillas y alguna enciclopedia. Igual que las plumas y los tajos. La tinta, peligrosa, se guardaba
en la alta alacena de la derecha, donde estaban los repuestos de las reglas y los compases y cartabones para
la pizarra, y la cadena de agrimensor con los jalones, y los cuerpos geométricos, que tenían acotadas las medidas.
Además estaban allí unos antiguos fusiles de madera que a los chavales les daban mucha risa (nuestra amiga oyó
más tarde que habían servido para la instrucción de los somatenes de un primo de la ribera o algo así, aunque
no llegó a entender qué era eso: ni lo de somatenes ni qué tenía que ver el primo con ellos). La alacena era terreno vedado. Nuestra amiga la tenía bien controlada, que estaba justamente enfrente.
El tercer armario, junto al balcón, guardaba
arriba -entre otras cosas- unos juegos de pesas y medidas.
En la parte de abajo se colocaban ordenadas las jarritas de la leche, la mayoría hechas con un bote de conserva
al que el Sr. Serafín les había soldado un asa.
El examen estaba acabando. Ya le habían contado (ella no estaba aún) que en 1826 tanto el Ayuntamiento como el
Cabildo eclesiástico daban fe de que los dos exámenes públicos celebrados habían sido "desempeñados por los alumnos
con extraordinario lucimiento, primor, aplauso general y progresos dignos de todo aprecio". Su deseo era que hoy
hubiese ocurrido lo mismo; viendo las caras de los miembros de la Junta Municipal de Enseñanza Primaria, casi se
atrevía a confirmarlo.
A la vuelta del verano, todos tendrían su
Certificado de Estudios Primarios y ella, nuestra amiga la estufa, con los primeros fríos del otoño, volvería
a calentar la escuela de niños de Soto en Cameros -un año más- para
conseguir un buen lugar donde aprender.