Esencia de espliego Vista una carta de don Juan Reina del Amor solicitando permiso para instalar una caldera para cocer el espliego, se acordó por unanimidad concederle dicha autorización para colocarla en terreno del común o un baldío por cuya autorización abonará cien pesetas al Ayuntamiento, abonando a los vecinos que a ello se dediquen el espliego y leña si la necesitase al precio que convengan como lo hace en otros pueblos. Este es uno de los acuerdos tomados en la reunión del nuestro ayuntamiento celebrada el domingo 9 de enero de 1955 bajo la presidencia de su alcalde Manuel Elías.(1) La caldera no apareció en Soto por ensalmo en aquel año de 1955. Por entonces, Antonio Romero del Saz, ingeniero agrónomo, hijo de soteño y que había pasado unos cuantos veranos en Soto, tenía su despacho en el Servicio Agronómico de la Provincia de Logroño, dependiente del Ministerio de Agricultura; y él había sido el encargado de estudiar la viabilidad del proyecto. Para ello se hizo un estudio de campo. Junto a Perico Galilea –gran conocedor de la jurisdicción-, personal de dicho Servicio recorrió los términos donde más se daba el espliego para ver si habría suficiente para alimentar la caldera; una vez confirmado, buscaron un sitio para colocarla. Al principio se pensó en Cillas, junto al mojón. Pero finalmente se optó por colocarla al lado del casco urbano. Y durante unos diez años, la actividad en torno a la caldera del espliego duró alrededor de un mes, entre mediados de agosto y mediados de septiembre; durante esas semanas –tras terminar los trabajos de la trilla- los caminos volvían a animarse con machos, mulas y algún burro cargados de espliego. Los caminos y las calles de Soto, que se impregnaban de su olor característico. No es que nuestra invitada gastase mucha agua, pero sí que la necesitaba en abundancia. Unos cuantos calderos para llenar su fondo bajo la rejilla cada vez que se iniciaba nueva cocción y agua continua para refrigerar el serpentín del alambique. De ahí que “la caldera” se instalaba siempre junto a un curso de agua. Eso fue así en los muchos pueblos donde hubo calderas de este tipo al final de los veranos de los años 50 y 60 de siglo pasado, sobre todo en la mitad este de nuestro país. En Soto se colocó en dos lugares distintos: el primer año se construyó el horno en la margen derecha del río un poco más arriba del pozo Mateíto, donde ahora está el paso a La Isla, pero una riada fuerte de verano se llevó el serpentín y obligó a no repetir el lugar; así que, en los años siguientes, la ubicación pasó a la margen izquierda aguas abajo, junto al camino que baja al río desde la calle de San Blas, junto al actual polideportivo. Aquí, el serpentín se colocaba en el regadío que nacía bajo el puente y regaba hasta las últimas huertas bajo la carretera. En ambos casos, acceso fácil al agua y facilidad para que mulas y machos pudiesen llegar a las inmediaciones de la caldera. Porque eso es lo único que necesitaba el proceso: agua y cargas de espliego. Aparte del trabajo del encargado de mantenerla en marcha. Y el de los segadores. Segar después de la trilla... Parece un contrasentido, pero no lo es. Durante junio y julio se habían segado las mieses. Y agosto había visto todo el proceso de trilla en las eras. Pero, a finales de este mes y durante parte de septiembre, hombres y mozos de Soto volvían a coger hoz y zoqueta y recorrían la jurisdicción en busca de espliego. Era la segunda siega en aquellos años. Hasta de Trevijano llegaban yuntas cargadas. A medida que en una casa se acababa la trilla, se pasaba a recolectar espliego; por eso, los que menos cereal recogían, trabajaban más días para alimentar la caldera. Pero, al final, prácticamente todos los que disponían de yunta participaban en esta actividad. Cualquier sitio era bueno para preparar una carga, sobre todo en las solanas. Por recordar algunos términos concretos, abundaba en el Rebollo y San Babilés, en San Martín y Las Viñas, la Dehesa, la Solana y aquí -sobre todo- en la pieza del Niño, cerca de Zorraquín. Hasta del solano de Villanueva viajaba el espliego a la caldera. Las mejores matas eran las de las cabezadas de las piezas que se cultivaban; no así las de los poyos. A segar el espliego iban sobre todo mozos y hombres, pero algunos niños también participaban recogiendo los puños segados y preparando las manadas que luego harían un haz.(2) Ese mismo trabajo podían hacerlo mujeres. Algunas jóvenes sacaban durante unos días una buena cantidad para poder gastar luego en fiestas. El encargado, tras pesar el espliego traído, entregaba un talón y él se quedaba con la matriz. Luego se cobraría al final de la temporada cuando acudía el pagador. No tenemos datos concretos sobre los precios y pagos, pero el recuerdo que queda es que la gente de Soto se sacaba un buen jornal durante ese periodo. Como en el caso del badejón de centeno (que servía primero para hacer vencejos y luego para chumarrar al animal en la moraga) el espliego recogido se utilizaba también dos veces. La primera -básica- para destilarlo y extraer su esencia. La segunda, una vez seco, para quemarlo en el horno y calentar el agua para una nueva extracción. Las primeras calderas de la temporada se calentaban con hilagas o ramas que también habían traído hombres del pueblo; pero solo hasta que ya había suficiente espliego cocido y seco para alimentar sin interrupción el horno. A partir de entonces únicamente espliego y agua era lo que se necesitaba. Por estas tareas de acarreo, hombres y jóvenes recibían una cantidad de dinero que ayudaba a las economías soteñas de aquellos años. Y para muchos mozos fue el primer jornal del que pudieron disponer a su antojo. El espliego se pagaba por kilos y el peso utilizado era la romana.(3) La caldera tenía un diámetro de 1,25 metros y una altura de 2m. Por eso, para facilitar su carga y descarga, se excavaba un hueco cerca del regadío para que el horno estuviese por debajo del nivel del terreno y la caldera no quedase tan alta. La caldera podía quedar embutida por debajo de la superficie hasta más la mitad de su altura. La construcción, renovada cada año pero aprovechando el trabajo del anterior, se hacía en piedra y barro. Una vez excavada la profundidad necesaria, se preparaba en mampostería el horno u hogar sobre el que se apoyaba la caldera con su salida superior perpendicular al regadío que iba a recoger luego el serpentín. En nuestros ojos de chavales quedó la “cuesta” que llevaba a la boca del horno, la chimenea humeante y el agua aceitosa cayendo lentamente en el recipiente. ...y a la caldera Porque no se detenía el trabajo una vez que comenzaba la temporada. La caldera estaba formada por seis piezas metálicas: dos cuerpos cilíndricos (el primero cerrado por la base), tres rejillas en forma de sector circular con un radio algo inferior al de la caldera y una tapa. El primer cuerpo acababa en su parte inferior en forma de cono de muy poca altura; allí se depositaría en cada cocción el agua que iba a lograr disolver los aceites del espliego. Del segundo cuerpo, abierto abajo y arriba, salía -junto a borde superior- el tubo que llevaría el vapor. Ambas mitades de la caldera se “soldaban” con barro y unas fuertes grapas de hierro sujetando los rebordes que tenían en la unión. Hecha esta operación al principio de la temporada, podía iniciarse la primera tarea. Se echaba agua al cono inferior hasta la rejilla, pero sin que la sobrepasase para no mojar el espliego. Y se llenaba la caldera hasta el borde con los haces aportados por la gente del pueblo. La tapa, cónica, se sujetaba al reborde superior del segundo cuerpo también con barro y grapas de hierro, de forma que no pudiese escapar el vapor que, además del agua, llevaba la esencia de espliego. Puesto en marcha el horno, el agua comenzaba a hervir; el vapor pasaba a través de la masa vegetal y llegaba a la salida superior. Y de allí al serpentín. Por eso la salida de la caldera era perpendicular al regadío de refrigeración. El serpentín era una tubería de cinc de varios metros con idas y vueltas que se colocaba sumergida en el agua; acababa saliendo por un lateral del regadío desde donde dejaba caer agua y aceite mezclados en el “vaso florentino” que, en este caso, era una especie de regador metálico con el tubo de desagüe que nacía en el fondo. Poco a poco la esencia –menos pesada- quedaba arriba y el agua limpia salía desde el fondo.(4) El final del proceso era guardar la esencia recogida, de un olor enormemente penetrante, en un bidón que decía “Destilerías Mauricio Carbonnel”, una empresa para la que se destiló en aquellos años en muchos lugares. Realmente el final del proceso era el vaciado de la caldera: con un horquillo de mango muy largo para llegar el fondo, se sacaba el espliego y se extendía por los alrededores; un par de vueltas a lo largo del día y estaba seco para poder ser reutilizado como combustible en la siguiente cocción. De todas las operaciones (pesado del espliego, carga y cierre de la caldera, mantenimiento del fuego, recogida de la esencia y vaciado de espliego destilado) se ocupaba el encargado. Los primeros años era una persona venida de fuera, de Murcia tal vez; en los últimos, el encargado fue Cecilio Herreros, que luego sería alcalde de Soto. Y aquí la dejaron Y aquí sigue aunque hace unos años cambiase de domicilio. Al final de cada temporada de destilación, la caldera se desmontaba, se separaban los dos cuerpos y la llevaban rodando por la carretera hasta su destino de invierno. Y así durante unos cuantos años hasta que llegaba el agosto siguiente. Pero a mediados de los años sesenta, ese agosto no llegó y la caldera solo queda en el recuerdo de quienes la conocieron. En algún pueblo aún sigue semienterrada y abandonada desde entonces. En Soto, aquel último septiembre volvió rodando por la carretera a su domicilio habitual, como otros años. Con la colaboración de Esteban Lázaro, Gregorio Río y Félix A. Romero. (1) Archivo municipal de Soto 23/6/M/S. Depositado en el Archivo Histórico Provincial de La Rioja.
Volver (2) Con tres a cinco puños se hacía una manada y entre diez y catorce manadas formaban un haz; seis haces eran la carga que el animal acarreaba cada vez desde el lugar de la siega hasta la caldera. El encargado de esta exigía que el espliego no estuviese cortado muy largo: lo rentable para él era la flor.
Volver (3) El sistema de pesado exigía la colaboración de dos personas al menos: se ataban los haces con un ramal; el ramal se sujetaba a la romana que, a su vez, colgaba de un grueso palo. Este palo estaba apoyado en un extremo en una piedra con la suficiente altura para la operación. Una vez preparado, el que había acarreado la carga levantaba el otro extremo del palo para que todo el conjunto quedase en el aire y el encargado manejaba la romana. Aquí podía entrar en ocasiones la picaresca por ambas partes: como la romana medía en onzas y en kilos había que fijarse bien para no confundirse de escala; por parte del vendedor, en alguna ocasión dentro del haz de espliego apareció una losa tratando de engañar al peso.
Volver (4) Algo de esencia se perdía porque “si te lavabas las manos con esa agua sentías escozor en los rasguños”, según cuentan los chavales de entonces.
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Made in Soto
Agua, mucha agua
Notas al pie