Hemos querido dedicar una de las salas de este etnomuseo virtual a los molinos de agua, dignos representantes de las máquinas de agua que movieron la industria lanera de Soto hasta el siglo XIX. Distribuidos a lo largo del río desde cerca de Cillas hasta la Cárcara y cada uno con su cubo, sacaron partido a las corrientes del río Leza. Molinos y batanes se sucedían a lo largo del río: las aguas que acaban de mover los álabes de uno pasaban a iniciar la acequia que llevaría al siguiente. Las acequias, convertidas luego en regadíos y en desuso a partir del último tercio del siglo XX recorrían ambas márgenes del río, sirviendo también para el regadío de las huertas de Cillas, Molinacho, Los Manzanos, El Cardial, Pajero, La Redonda, La Cuerda, Los Tintes... A principios del siglo XX quedaban cinco molinos harineros: uno estaba en el pueblo, dos cauce arriba y otros dos cauce abajo; el último de ellos dejó de funcionar en el año 1964. Y aunque nos falta el agua para moverlos, nos queda la memoria y la experiencia de los que los vivieron.
Para esta sala tenemos a un guía especial que cuenta con la experiencia de más de 20 años moliendo grano en el molino de Pajero. Fue el último que cerró su aceña, cambiando acequia, sobradero y cubo por un interruptor electrico. Pero, a pesar de los años transcurridos, guarda en su memoria la vida de los molinos antiguos y en sus manos esquirlas de acero de cuando picaba las piedras.
"Pues sí; hay ruedas de piedra artificial que llevan, entre otras cosas, acero. Cada cierto tiempo había que picarlas; eso lo hacíamos a base de golpes con la piqueta o con un martillo y cuchillas para marcar más las rayas y rayones que se iban desgastando con el tiempo y te saltaban trocitos de piedra o de acero a la frente, a la cara, a las manos... Y alguna de esas esquirlas aún quedan como recuerdo."
No todas las piedras se picaban con la misma frecuencia.. Por ejemplo, las piedras de Treviño, para moler trigo, había que picarlas cada 8 días; las francesas, sin embargo, aguantaban 2 meses. Las piedras eran el corazón del molino. Eran dos: la solera y la volandera y tenían un díametro de 1,30 ó 1,40 metros y unos 800 kilos de peso.
La primera estaba inmovilizada al suelo; algunas veces con tornillos, pero en esta zona casi siempre se sujetaba con yeso; la superior o volandera era la que recibía el movimiento del molino y la que giraba. A través del ojal (abertura circular en el centro), recibía el grano que por medio de una canaleta le llegaba desde la tolva.
"Aquí en vez de tolva se llamaba tramoya. Allí se echaba el grano que se iba a moler. La tramoya se apoyaba en el burro, que era un bastidor de madera de cuatro patas. De abajo arriba las piezas del molino eran elevador, dado, punto, rodete, árbol, piedra solera con el buje y piedra volandera con la navija, que le hacía dar vueltas y el ojal a través del cual caía el grano. El elevador levantaba hacia arriba toda la máquina y con ella la rueda volandera. De esa forma se molía más fino o más grueso. En el dado se apoyaba el punto, que era de bronce. También el dado era de metal. Para el resto de las piezas del molino se empleaba la madera; sobre todo el roble. Así el rodete, que giraba al chocar el agua contra los álabes que lo formaban. Elevador, dado, punta, rodete y árbol estaban en lo que se llamaba el cárcavo, debajo del suelo del molino. Sólo cuando había algún problema teníamos que bajar allí."
Moler no era difícil. Habiendo agua, el molino se encargaba de convertir el grano de la tramoya en la harina del harinero; todo de una forma oculta por el guardapolvo que cubría las piedras; aunque no lo guardaba todo porque molinos y molineros estaban siempre vestidos de blanco. A 4 ó 5 fanegas por hora, otoño e invierno eran las épocas de más trabajo: por una parte estaba el grano de la última cosecha y por otra había agua en el río.
En las temporadas de poca agua, la capacidad del cubo sólo daba para un cuarto de hora; algo así como una fanega; y a esperar a que se llenase de nuevo.
La labor del molinero consistía en mantener grano en la tramoya, tirar de la cadena para levantar la cerraja que daba paso al agua por el saetín y controlar con el elevador el grosor de la harina. El trabajo realmente estaba en la primera tarea; por algo el refrán dice que "Espaldas de molinero [...] no se hallan dondequiera".
Se molía de todo: trigo, cebada y avena principalmente. El grano procedía de Soto, Luezas, Trevijano, Treguajantes... y se destinaba a la fabricación de pan en el caso del trigo y a piensos para los animales en el resto. Se medía en fanegas (la fanega de trigo tenía 44 kilos) y se pagaba la maquila (2 Kg/fanega), aunque había personas que preferían pagar en metálico. Y no había muchos gastos. Sí que se pagaba a Industria, que realizaba inspecciones periódicas.
"¿Averías? No; muy pocas. Hombre, podía haber un punto mal templado que se rompía, pero era raro. Lo que sí habia que hacer era un mantenimiento. Cada vez que se picaban las piedras había que repasar el buje: se repretaban los tacos de madera que sujetaban el árbol (o se cambiaban cuando tenían mucho desgaste) y se rellenaba con estopa para que no se perdiese el grano; todo engrasado con sebo de oveja. Y eso era todo.
A veces también se estropeaba el cernedor. Era una máquina que servía para separar el salvado de la harina. Los había de agua y de mano. Mi padre tenía uno de los primeros; el que yo utilizaba era de mano y tenía cinco salidas: salvado, harina de 1ª, harina de 2ª, harina de 3ª y repasillo (salvadillo o remoyuelo)."
Como en otros casos, la electricidad pudo con el último molino de agua: Mariano dejó la aceña de Pajero e instaló un molino eléctrico junto a la panadería, que aún siguió moliendo unos cuantos años.
La última de las máquinas de agua (molinos y batanes) de Soto dejó de funcionar en 1964. El recuerdo acompaña al agua desde la presa en el río, a la altura de los Manzanos, a través la acequia por el Cardial hasta su llegada al cubo; y, una vez que sale por el saetín, la "vemos" chocar con los álabes y "oímos" el sonido sordo de la piedra que empieza a girar. Comienza la molienda.